La querida


Rebeca se preguntaba cómo había terminado en esa situación tan embarazosa. Ella escuchaba, llena de vergüenza, la infinidad de reclamos que le gritaban Sofía y su madre; ambas le decían cosas hirientes, todas eran verdad. A pesar de los insultos ella las comprendía. Tenían razón de odiarla. Luego dirigió su mirada a Ramón, que trataba, en vano, justificar su falta.

Rebeca vio una vez más el retrato de una familia destruida. No era la primera ni la última vez que le ocurría. ¿Cómo había caído en ese agujero negro? ¿Cómo era posible que, a pesar de haberlo vivido, ella arruinara las vidas de esas personas? Ella era culpable del sufrimiento de esa pobre mujer, que confiaba ciegamente en el amor de su esposo; era responsable de la desilusión de Sofía, al verse traicionada por su mejor amiga y por su padre.

Ella no pudo más y corrió a refugiarse en su carro, encendió el motor y se fue lo más rápido que pudo a su casa.

En todo el camino pensó en sus malas acciones, imaginó lo que su madre le diría y recordó una escena parecida que ocurrió en su casa unos años atrás.

En esa época sus padres seguían juntos y, aunque estaban llenos de problemas, ellos parecían quererse. Todas las tardes madre e hija salían juntas a dar un paseo, hacer visitas o irse de compras.

Ese día regresaron temprano a la casa, porque habían olvidado las invitaciones de Los Quince de Rebequita. Al entrar, su madre Mónica se fue al cuarto para cambiarse los zapatos, pero encontró a su esposo semidesnudo, con la vecina acostada en su cama y envuelta con sus sábanas.

Mónica llena de ira sacó a la mujer por medio de patadas, cachetadas y jalones de pelo, luego, le insultó y le tiró todo objeto que encontró a su alcance. Después, con todas sus fuerzas terminadas, se sentó en el suelo y lloró sin consuelo.

Rebeca, estaba anonadada. No tuvo el valor de reclamarle a su padre, de decirle que lo odiaba por burlarse de la confianza que ambas le tenían y tampoco pudo abrazar a su querida madrecita, a su mamita. Simplemente se quedó parada con los ojos ciegos de lágrimas, mientras escuchaba el rosario de reclamos. Después de ese día, el hombre se fue en silencio y no regresó. Todo su pequeño y perfecto mundo había llegado a su fin.

Rebeca lloraba en su habitación, se sentía muy mal por haber traicionado a su amiga, por quitarle el novio a la vecina, robarles los novios a sus amigas del colegio y de la universidad y por haberse metido con su jefe. Todo su pasado estaba manchado de infidelidad. Ella no quería seguir haciéndolo.

No sabía por qué, pero se enredaba con todo hombre que no estuviera disponible. Quizás le resultaba emocionante la clandestinidad, o simplemente los hombres que le rodeaban eran comprometidos, no tenía idea. Pero ese día se prometió a si misma que no volvería a cometer los mismos errores, buscaría un buen hombre.

Reflexionaba en las actitudes y habladurías de las vecinas, recordaba con dolor todas las miradas de desprecio de las mujeres y las miradas insinuadoras de los hombres. No tenía amigas en la colonia, todas las muchachas de allí la detestaban, todos se daban cuenta de sus desventuras con las esposas de sus novios. La odiaban y la miraban como la más grande tragedia que pudo llegar a su colonia. Estaba decidido ella cambiaría y se convertiría en la mujer respetable que siempre quiso ser.

Tiempo después, conoció a un hombre maravilloso, decidió que alguien así no se le escaparía y se convenció de que sería el esposo ideal.

Todos los días esperaba a que el entrara a la oficina para verlo pasar y soñaba con poder hablar con el. Decidió que utilizaría todo su encanto para poder estar junto a él. Y así fue. Al poco tiempo se hicieron novios.

Con el tiempo ella se enamoraba más y más de él, pero cuando Rebeca le hizo ver que quería formalizar su relación él se molestó y le dijo que no podía porque tenía una familia y no la abandonaría. Si lo amaba tendría que aceptarlo a pesar de las circunstancias.

Ese día discutieron. Rebeca se sentía burlada. Ella no sabía del compromiso de su amado, y no quería romper su promesa de seguir con él; pero ella nunca se había sentido así de enamorada. Meditó en el daño que le haría a otro hogar, pensó en el sufrimiento de su madre al conocer de la infidelidad de su esposo y por último recordó su propia decepción al saber que su papá las había cambiado por otra. Ella desechó todos esos sentimientos. Lo único que importaba era su amor. Tenía la esperanza de que algún día se casaran. De todos modos él no quería a su esposa, si no él no estaría con ella.

Al día siguiente hablaron del asunto ella le dijo que no le importaba esa relación, que la perdonara por ser tan desconsiderada y que ella estaría junto a él siempre.

Arreglaba sus cosas para irse a cenar con su amado, mientras que él llamaba por teléfono a su esposa para avisarle que llegaría tarde, tenía mucho trabajo por hacer.

Y así Rebeca esperó pacientemente el día en que él decidiera dejar a la mujer para irse con ella.